Salir del hoyo

Réplica de Medios| 11 ene. 2015

Los problemas de México no comenzaron en Iguala ni radican en lo que haga o no el gobierno. En todo caso, parafraseando un dicho árabe, el gobierno es culpable de haber celebrado "antes de tener todos los pelos del camello en la mano", pero ese es un tema de arrogancia y no de intención. El gran problema del gobierno es que no tiene una respuesta, un proyecto idóneo ante la realidad de la globalización del mundo y de una sociedad abierta que, aunque lejos de haber logrado una institucionalidad democrática, ya no es sumisa y temerosa como lo fue bajo el viejo régimen priista. El problema es de proyecto.

El gobierno ha tratado todo: reformas, gasto, amenazas; ha avanzado proyectos de infraestructura y ha cancelado otros; ha intentado convencer al mundo pero ha ignorado a los mexicanos. Los sucesos de Iguala no modifican la necesidad de acciones en múltiples frentes ni tienen por qué impedir que mucho de lo logrado a la fecha se consolide y arroje resultados favorables en el curso del tiempo: el caso de la energía es emblemático. Lo que Iguala hizo fue darle voz a toda una sociedad que rechaza la imposición de un modelo gubernamental gastado y ahistórico.

Al gobierno le ha tomado meses elaborar una respuesta en buena medida porque de entrada repudió los límites que le impone la realidad. El gobierno rechaza el hecho de que la globalización imponga severas restricciones en su libertad de acción porque ésta viene acompañada de transparencia que reverbera en todo el orbe, ubicuidad de la información que le da poder hasta al ciudadano más modesto y opciones a todos los actores sociales, comenzando por los empresarios e inversionistas. El gobierno demostró que puede elevar impuestos, beneficiar a algunos contratistas sobre otros, privilegiar a una televisora sobre otros tele-comunicadores y encarcelar a la líder magisterial, pero no ha demostrado que puede sacar al país del hoyo. En esta paradoja radica su desafío: no es lo mismo negociar con políticos en el contexto legislativo y partidista que gobernar.

El primer lado de la paradoja es clave: el éxito inicial, construido al amparo del Pacto entre los partidos políticos, tuvo el beneficio de hacer posible la aprobación expedita de la agenda legislativa, pero el enorme costo de hacer irrelevantes a los otros partidos como oposición funcional. Muchos aplaudieron el acuerdo político, pero pocos repararon en sus implicaciones. Dado el régimen electoral tan restrictivo que caracteriza al país -y que implica que es sumamente difícil crear formas alternativas de participación política (incluyendo nuevos partidos)- se creó el efecto de una olla exprés, donde la disidencia se ha venido manifestando por otros medios, muchos no legítimos. Las marchas, manifestaciones, quemas y formas de rechazo pasivas, pero no por ello menos efectivas, ilustran el riesgo de cerrar todo espacio de disidencia y manifestación de ideas o propuestas alternativas. Desde luego, esto no es privativo del gobierno actual, pero su devoción por controlar y censurar, además de corromper a los partidos de oposición (ej. los moches), ha tenido el efecto de cancelar otros medios de acceso y participación.

En el segundo lado de la paradoja reside, a final de cuentas, el verdadero reto de cara hacia el futuro. El país enfrenta un problema fundamental de gobierno: dicho en una palabra, el país lleva décadas sin ser gobernado. La inercia ha ido llevando las cosas, se han enfrentado las crisis de la mejor manera posible, pero no se han ido construyendo instituciones -queriendo decir por esto reglas del juego que son conocidas por todas y que el gobierno hace cumplir sin distingo- que permitan ir desarrollando una sociedad funcional, una economía exitosa y, en general, un país próspero. Ha habido inercia pero no gobierno y en esto el actual no es distinto.

Gobernar no consiste en hacer acuerdos entre políticos o avanzar una agenda legislativa. Gobernar es crear condiciones para el funcionamiento de la sociedad y asegurar que éstas operen de manera sistemática a fin de que sea posible tanto la estabilidad como la prosperidad. Sin orden es imposible el funcionamiento del país, pero por orden no debe entenderse el dictum autoritario porfirista (y priista) de que nada se mueva. El orden es un concepto dinámico que entraña una activa participación de la sociedad dentro de un marco de reglas transparentes.

Esto nunca ha existido en la sociedad mexicana. Pasamos de un régimen autoritario en que las reglas eran "no escritas" a un régimen pseudo-democrático sin reglas y sin gobierno. Se reformó la economía (al menos en aspectos clave como las finanzas públicas y el régimen comercial) pero no se construyó un sistema moderno de gobierno ni se procuró la transformación de la planta productiva tradicional a fin de que eleve su productividad y haga posible compartir el éxito del desarrollo. Y ambas cosas se retroalimentan: el viejo sistema de gobierno empata a la vieja economía y uno vive del otro en una relación simbiótica que beneficia a muy pocos, a la vez que cancela un futuro de viabilidad para la mayoría. Urgen anclas de estabilidad que confieran certidumbre a la población y medios de ajuste al empresariado tradicional.

El gran reto reside en avanzar la transformación tanto del sistema de gobierno como de la vieja economía. Estos asuntos quizá no sean tan llamativos y atractivos como las reformas al sector energético, pero sin ellos ni una reforma tan ambiciosa y promisoria como esa tiene futuro alguno.

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